Columna LN
Justicia y memoria, los “robos” más escandalosos del kirchnerismo
Esta semana, el kirchnerismo redobló sus esfuerzos para arrebatarle una tajada más a la república.

Con una jugada grosera, tal vez desesperada, Cristina Kirchner partió el bloque de senadores del Frente de Todos para robarle un representante a Juntos en el Consejo de la Magistratura, el órgano encargado de seleccionar y sancionar a los jueces. Desde Santa Cruz, el mecanismo siempre es el mismo; lo que cambia es la escala o el escenario: todo vale con tal de ejercer el poder sin límites. Esta semana, el kirchnerismo redobló sus esfuerzos para arrebatarle una tajada más a la república.
El avance sobre la Justicia hunde sus raíces en el protokirchnerismo. Fue una condición necesaria para lograr la total hegemonía en un feudo donde jamás existió la idea de Justicia independiente. El caso del procurador Eduardo Sosa, en 1995, es un claro ejemplo de lawfare, pero al revés. Entonces, no había “poderes fácticos” persiguiendo a los “gobiernos populares”, sino un caudillo autoritario queriendo sacarse de encima a un fiscal que amagaba con investigar en serio la corrupción en Santa Cruz. Lo novedoso, en todo caso, es que para concretar el mismo avance a nivel nacional el kirchnerismo necesitó sofisticarse, construir una narrativa, atraer intelectuales, revestir la historia con mentiras o medias verdades. Capturar la memoria.
Mutilar la historia de los 70 e imponer nuevos silencios fue una obra mayor del relato K, un asunto en el que aún hay mucho por explorar. Como solía resumir Kirchner, con brutalidad conceptual: “La izquierda te da fueros”.
En las derivaciones autoritarias de aquella apropiación, tal vez la más escandalosa, se zambulle el flamante libro de Norma Morandini, Silencios, memoria ruidosa sobre lo acallado, un ensayo tan íntimo y profundo como político e interpelador.
El último fin de semana, en un lenguaje más coloquial, Jaime Durán Barba definió bien los efectos de aquella construcción mentirosa, pero eficaz, en el diario Perfil: “Nada más reaccionario que la señora Cristina Fernández, que nunca defendió a un perseguido político, a un desaparecido, y se presenta como de izquierda”. Aferrada sin ninguna culpa a una doble pensión de 2.400.000 pesos –un monto donde entran 72 jubilaciones mínimas–, Cristina le acaba de “robar” a Milei el término “casta”, como si ella no fuera un miembro destacado de esa elite de dirigentes millonarios, frente a una sociedad cada vez más empobrecida. Lo aplicó, esta vez, para deslegitimar a la Corte Suprema, un poder que jamás logró cooptar. Hay que reconocerle su enorme creatividad discursiva.
Juan Schiaretti, un gobernador que hace del silencio un culto (no da entrevistas), sorprendió este año en la apertura de sesiones legislativas con un discurso que pasó inadvertido, pero que apuntó de lleno a desenmascarar la mayor impostura de Néstor y Cristina Kirchner: “Los que peleamos en serio contra la dictadura y le vimos la cara a la muerte varias veces sabemos que gobernar recitando consignas progresistas, mientras se degradan las instituciones y se profundiza la decadencia, demuestra una actitud feudal y autoritaria, que nada tiene que ver con el progresismo que recitan”.
La escenificación queda al desnudo en un solo hecho tan revelador como poco relatado. En 1979, cuando aún desaparecían argentinos en plena dictadura, el exsenador Eduardo Murguía se convirtió en el único referente del peronismo santacruceño en firmar el documento del PJ que denunciaba el terrorismo de Estado ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que entonces visitaba la Argentina. Néstor y Cristina no solo permanecieron indiferentes cuando ocurrían aquellas violaciones, sino que borraron a Murguía de su narrativa. Tal vez porque se la arruinaba.
En su ensayo íntimo, Morandini sugiere una pregunta movilizante: la gente que sobreactúa indignación sobre los 70, la que grita ¿qué habrá hecho en esa época? “El que verdaderamente ha sentido dolor y miedo por su vida no grita. Grita el que siente culpa”.
La vida suele encontrar formas irónicas para mostrar la verdad. El 18 de septiembre de 1977, al final de un domingo soleado que anticipaba la primavera, la oscuridad cayó sobre la vida de Norma Morandini: los militares secuestraron a Néstor y Cristina, sus hermanos menores. En un departamento frente al Parque Lezama, aquella tarde Norma terminaba de bañar a su pequeño hijo, de entonces siete años, cuando un grupo de tareas se llevó a su hermana menor. “Todavía escucho esos gritos desgarradores”. A la hermana mayor le dedicaron una frase aterradora: “A vos no te llevamos para no dejar más huérfanos”. A esa tragedia le siguieron un largo exilio, una prestigiosa carrera periodística, luego política y el desarrollo de un intenso recorrido como activista de los derechos humanos. Como Hannah Arendt, tenía necesidad de comprender para no repetir tragedias. “Aprendí que, a mayor sufrimiento, mayor silencio y mayor compromiso con la pacificación”.
Pasaron los años y la increíble coincidencia de los nombres, Néstor y Cristina, volvió irresistible la necesidad de cooptación. Norma jamás accedió, tal vez porque descubrió tempranamente el engaño colectivo. La amañada narrativa K apuntó –y, en gran medida, logró– invertir los hechos. Repasemos el último 24 de marzo. De la plaza de los “revolucionarios” participaban varios condenados en resonantes casos de corrupción: Amado Boudou, Juan Pablo Schiavi, Felisa Miceli, Gustavo Menéndez. Aquel día, una intelectual cristinista emitió un tuit, abogando por la unidad del espacio nac & pop, para que jamás regrese la “derecha vengativa”. Traducción: en la cosmovisión de quienes proveen “fueros” intelectuales al kirchnerismo para consumar sus más escandalosos robos, Morandini quedaría del lado de la “derecha vengativa”, mientras que Boudou o la exministra de la bolsita se presentan como referentes del “campo popular”. Más delirio no se consigue.
La autora de Silencios hace un repaso por la zigzagueante historia de lo acallado, desde la recuperación democrática: “Después del silencio impuesto por el terror de la dictadura, en los 80 recuperamos la palabra jurídica con el Juicio a las Juntas. Más tarde, en los cuarteles, los militares le arrancan a Alfonsín la ley de obediencia debida. En los 90, Menem dicta los indultos. Entonces, los que hoy no se hablan hablaban entre sí. En los 90 también hubo un sano ensayo de autocrítica de algunos intelectuales sobre la violencia de los 70, disparada por la carta del filósofo Oscar del Barco. Una autocrítica que fue abortada en los 2000, cuando el kirchnerismo vino a imponer un nuevo silencio convirtiendo en héroes a quienes habían participado de la lucha armada”.
¿Por qué nos pasó lo que nos pasó?, es una de las preguntas incómodas que atraviesa Silencios. Y hay muchas más: ¿por qué los perseguidos de ayer devinieron los comisarios políticos de hoy? Si lo que viola la dictadura es la convivencia democrática, ¿no hay hoy una nueva cancelación, cuando se convierte en verdad el relato oficial? ¿Cómo es posible que, después de 40 años de democracia, no podamos tener un diálogo colectivo, sin gritos? ¿Cómo sucedió que, en nombre de la universalidad de los derechos humanos, nos digan cómo tenemos que pensar, qué palabras usar o nos maten la reputación cuando decimos lo que pensamos, y lo que pensamos contradice el relato oficial?
Norma se enteró, durante la era K, de que Néstor y Cristina Morandini fueron asesinados en los vuelos de la muerte. Sin embargo, nadie del gobierno ni de los organismos de derechos humanos le acercó esa verdad cruda, que buscó durante tantos años. Se enteró por el diario español El País. Es sabido: a los “enemigos” del relato, ni justicia.
Por Laura Di Marco para lanacion.com
Columna LN
Votar (o no) con el corazón roto

En la edición 61° del Coloquio de Idea, el politólogo y streamer Rosendo Grobo, el hijo de 30 años del “rey de la soja”, interpeló con simpatía a su auditorio, el círculo rojo: “Cuando yo nací, se celebraba la edición 31ª de este coloquio y entonces la pobreza era del 5%. Ahora es del 50%. No sé, si estuviera en el lugar de ustedes me preguntaría qué pasó.
El día que asumió Alfonsín no era un día peronista, pero el sol era radiante. El aire, cálido. Envolvente. Era un día con adrenalina, esperanza, vida. La Argentina transpiraba ilusión después de haber sobrevivido a los años más oscuros de su historia. Las familias se vestían especialmente para ir a votar y esperaban el resultado mordiéndose las uñas alrededor de un televisor, que hacía apenas tres años funcionaba con colores.
Las elecciones del 83 movilizaron los corazones como pocas veces. Y los movilizaron en todas las direcciones. Como contaba un dirigente peronista, años más tarde de aquel momento icónico: “Cuando ganó Alfonsín, no me pude levantar de la cama por dos días”.
Un dato poco conocido: en 1987, durante el primer levantamiento Carapintada, los argentinos salieron multitudinariamente a la calle para apoyar al gobierno, pero los más jóvenes radicales fueron más lejos: muchos salieron armados. Estaban dispuestos literalmente a pelear por la democracia recién recuperada. “Y yo quise evitar un derramamiento de sangre”, confesó Alfonsín, al final de su precipitada salida del poder, cuando le preguntaban por qué aquella vez en Campo de Mayo había pactado con los militares que buscaban arrancarle el indulto.
Varios años atrás, en el avión que traía a Perón definitivamente a la Argentina, la dirigencia joven del peronismo también viajaba armada. Las armas se las había dado el propio Perón, en pleno vuelo. Igual que aquellos jóvenes radicales, los peronistas también estaban dispuestos a dar la vida por su líder. Pero no era ni Perón, ni Alfonsín: era un país atravesado por la pasión. Creyente. Corazones enamorados que soñaban la Argentina próspera; el sueño que habían soñado nuestros abuelos.
Pero, como dice la consultora Mariel Fornoni: el amor es confianza. Es entrega. ¿Y qué político hoy genera confianza? En los primeros años de la recuperación democrática, nadie militaba por dinero. Se militaba por amor, por convicción, por pasión. Hoy hasta los fiscales cobran para controlar la elección porque, de lo contrario, no irían.
En los albores del kirchnerismo e, incluso, hasta el arranque del gobierno de Macri, la mayoría de los políticos más relevantes tenían imágenes positivas que rondaban el 60%. Incluso, en algunos casos llegaban al 80%. Y, en todos los casos, la consideración positiva superaba la negativa. “Tengo un 80% de imagen positiva y todavía no hice nada”, se sorprendía María Eugenia Vidal mirando, encandilada, los sondeos que le mandaba Jaime Durán Barba, apenas dos meses después de su asunción como gobernadora.
El caso de Scioli fue aún más sorprendente. Encabezó uno de los peores gobiernos de la historia bonaerense, pero la consideración de los votantes siempre era alta. Con fe y con esperanza. Un país misterioso.
En los cuarenta y dos años que siguieron a la adrenalina de 1983, todos los gobiernos terminaron mal. Todos los planes económicos fracasaron: los neoliberales, los populistas, los ortodoxos, los heterodoxos. Ahora, ni Bessent puede con nosotros, en el mar de una Argentina que, como diría Trump, está luchando por su vida. Un país traumado en el que parece haberse instalado –¿definitivamente?– un loop que se menea entre la ilusión y el desencanto. El circuito tóxico que tan bien describió el historiador económico Pablo Gerchunoff.
Hoy no hay un solo líder político cuya imagen positiva supere la negativa. Ni siquiera se salva Graciela Ocaña, una dirigente honesta que nunca le hizo daño a nadie. En el último sondeo de Escenarios, la consultora de Pablo Touzon y Federico Zapata, el 21,51% piensa que todos los políticos son corruptos. Casi el 60% no cree que los corruptos sean todos, pero sí muchos de ellos. La estafa política reiterada pasa factura.
Fornoni explica que la Argentina se parece, cada vez más, a aquellos países en los que votar no es obligatorio. Un fenómeno que, si se agudiza, será un problema para la representación democrática.
Amplios sectores de la sociedad simplemente no tienen ganas de ir a votar, ni siquiera para que pierda el político que odian: una motivación importante en las últimas elecciones. La Argentina política es como un sacerdote que ha perdido la fe.
Y no es que hayan perdido la fe en la democracia como sistema: la infelicidad es con los resultados. En el mismo sondeo de Escenarios el 63% se opondría a un gobierno no democrático capaz de resolver los problemas económicos y de inseguridad. Un 75% prefiere la democracia por sobre cualquier otro sistema. Sin embargo, más del 70% se siente insatisfecho con su funcionamiento.
Perplejidad ante Milei. Eso es lo que siente Alejandro Catterberg, un avezado consultor acostumbrado a tratar, desde hace muchos años, metafóricamente, con un paciente maníaco-depresivo que se bambolea permanentemente sobre una cornisa, oscilando entre la ilusión y el desencanto. Perplejidad al ver cómo un gobierno pudo perder, en tan poco tiempo, la dinámica en la que estaba encaminado. Asombro al ver una economía que venía creciendo al 6% y que, de golpe, se paralizó. Dificultad para explicar a un oficialismo que tenía el control absoluto sobre la agenda pública y que hoy parece perdido.
En una palabra, si seis meses atrás Milei se encaminaba hacia un resultado contundente, hoy está peleando por sobrevivir electoralmente. Si hace seis meses Espert era una estrella mediática que se paseaba por los canales prometiendo cárcel o bala para los bandidos, hoy se sospecha que fue un bandido quien lo financió.
¿Tendremos arreglo? Catterberg no pierde la esperanza. Milei debe dejar atrás la etapa adolescente de su liderazgo, dice. Difícil que suceda porque Milei espeja a una sociedad adolescente.
Y hablando de eso: ¿qué pasa en la pecera adolescente, de 16 o 17 años, que se incorpora al mercado electoral? Ahí no encontramos corazones rotos porque ellos no sufrieron tantas décadas de trauma político, pero sí escepticismo. La frase coloquial más escuchada en los focus groups ante la pregunta sobre si van a ir a votar, es: “No creo, me da paja”. Ojo: ellos están viviendo la época de un Milei en baja. La efervescencia joven de 2023 fue hace dos años: los que hoy votan por primera vez son otros jóvenes. Y algunos de ellos sienten que Milei ya se volvió casta.
Pero Fornoni enciende una luz de esperanza: los adultos jóvenes están comprometidos, no con la política, pero sí con proyectos solidarios o sociales donde no haya intermediarios. Proyectos de corto plazo, nada de utopías. Por caso, “Un techo para mi país” (ahora llamado “Techo”) convoca a los sub-30 en un emprendimiento sin fines de lucro para los más pobres.
Dicho de otro modo, entre Santi Maratea y Cáritas, los jóvenes prefieren el paradigma del primero.
Las generaciones mayores poco saben de ellos. De quienes escuchan a Lara López Calvo, y tal vez nunca hayan escuchado hablar de Melconian o de Artana. Es una sociología que se rebela contra la falta de autenticidad, la manipulación, la truchada, la psicopatía ideológica, el robo sistemático. E, incluso, contra la grieta.
Apelando a la metáfora funeraria de Trump, si lo que está muriendo es esa Argentina que, a los mayores, nos rompió el corazón, bienvenido sea.
Columna LN
Ritondo & Santilli: dos tipos audaces siempre cerca del poder

Esta semana, en su editorial radial, la periodista Nancy Pazos, exesposa de Diego Santilli, hizo un sugestivo comentario: “Soy analista política y voy a analizar la vida de la persona con la cual, alguna vez, compartí la cama. Ahora, sepan que primero soy madre. ¿Queda claro? Entonces, el debate se da en el terreno de la política. Que los otros (periodistas) vayan a investigar lo que quieran. Conmigo, no cuenten”.
Elípticamente –y no tanto–, Pazos se refería a las eventuales investigaciones sobre la integridad económica de su exmarido, cuestionada por el propio Milei en un tuit incendiario durante la campaña de 2023, en el que, entre otras maravillas, decía: “No hay nadie que no diga que es un corrupto”.
Pero llamativamente Pazos no salió en defensa del buen honor de Santilli, como podría esperarse. En cambio, justificó su silencio, amparada en el hecho obvio de que Santilli, que fue postulado como reemplazante de José Luis Espert, es el padre de sus hijos. A buen entendedor, pocas palabras.
Pero si exploramos con mayor profundidad aquel tuit de 2023, cuando Santilli se presentaba como un larretista de la primera hora y Milei decía lo que decía sobre él, contiene muchas claves. Por ejemplo, cuando en el mismo texto sostiene: “El tipo que dice abiertamente que vive de ‘sus negocios’ (SIC) y recibe sonrisas, no preguntas”. Y continuaba: “Este es el que los medios nos quieren vender como la alternativa para la provincia de Buenos Aires”.
Pero pasó el tiempo y “el Colorado” –el sobrenombre que le asigna la política– se ganó la confianza de “el Jefe”, la hermana del Presidente. Carismático, entrador, siempre intuitivo para saber por dónde entrar, acertó nuevamente con el password correcto hacia Las Fuerzas del Cielo. Como dicen algunos dirigentes que conocen bien de cerca su larga trayectoria: se metió dentro del universo libertario con el calculado discurso de un vendedor de autos usados.
Ni Milei ni Santiago Caputo lo querían al frente de la lista de diputados. “¿Cómo hago para que la gente crea que Santilli es Milei?”, deducía, con razón, el joven asesor presidencial. Cabe aclarar que “Santi” perdió influencia al lado del Presidente.
Con la baja de José Luis Espert, ahora la campaña libertaria efectivamente va a tener que hacerle creer a la gente que el Colorado es Milei. Una operación que parece, si no imposible, muy difícil. Sobre todo cuando el economista al que reemplazaría el Colorado se las daba de duro con los delincuentes, para los que pedía “cárcel o bala”, cuando en paralelo mantenía relaciones non sanctas con el acusaso de narco Fred Machado. La incoherencia en el máximo nivel.
Pero Santilli no está solo en la aventura del poder. Como Batman y Robin, comparte cartel con el inefable Cristian Ritondo, jefe de la bancada de diputados de Pro. Los amigos, que comparten generación, devinieron inseparables compañeros de peripecias desde los albores de la década del noventa. Y fueron, obviamente, los primeros en traicionar a Macri cuando la estrella de Milei estalló, fulgurante.
Santilli y Ritondo: los más menemistas en los noventa, los más macristas en los 2000. Los más mileístas desde el triunfo del libertario. Y, como frutilla de esta alocada carrera, Santilli mimetizado con Larreta cuando compitió en la interna por la gobernación de la provincia de Buenos Aires. Cuando perdió poder, Larreta, ingenuo o despistado, confesó públicamente: “De pronto, mi teléfono dejó de sonar. Pensé que estaba roto”. El primero que lo dejó de llamar fue Santilli.
Santilli y Ritondo. Buenos muchachos, blindados y bendecidos durante décadas por “los privilegios de la casta”. Y, más que nada, viejos navegantes de su opacidad.
Mezclado entre la gente que pugnaba el último martes por ingresar al Movistar Arena, donde Milei estaba por presentar su libro y protagonizar un bochornoso espectáculo, Ritondo pontificó ante un cronista: “Cuando uno no termina de explicar bien, perjudica al conjunto”. La frase iba dirigida hacia Espert, pero bien podría aplicársela para él mismo.
A fines del año pasado, Ritondo fue denunciado en la Justicia Federal por enriquecimiento ilícito, ante la sospecha de que su esposa, Romina Aldana Diago, aparecía relacionada con sociedades offshore, dueñas de inmuebles en Miami. La investigación sobre el matrimonio fue publicada por el ElDiarioAr y el Centro Latinoamericano de Investigación Periodística (CLIP). La denuncia fue realizada por el abogado Luján Jeremías Rodríguez, cercano a Juntos por el Cambio.
Jeremías Rodríguez sostuvo en su cuenta de X: “Hay políticos que, además de corruptos, son cínicos”. Y agregó, lapidario: “Se muestran de una manera y hacen totalmente lo contrario. Durante mi participación en Juntos por el Cambio he visto hacer negociados a Ritondo y su gente con intendentes kirchneristas de todo tipo”.
El texto cerraba con una frase que no dejaba espacio para la duda. “Ojalá el PRO se lo saque de encima y tenga un renacer con gente nueva y honesta”. Mucho para explicar.
El fantasma de la narcopolítica recorre “la casta”, hoy paradójicamente metida hasta el cuello en el universo mileísta.
En agosto de 2020, Elisa Carrió denunció un supuesto sistema de impunidad en San Isidro, que involucraba a los entonces fiscales Julio Novo y Claudio Scapolan. “Lilita” señaló en ese entonces a Ritondo como supuesto “encubridor”. Más tarde, Scapolan fue destituido y Novo renunció. ¿La razón? Sus vínculos con el narco. Poco después de la explosiva denuncia de Carrió se sumó la de la jueza federal Sandra Arroyo Salgado, quien denunció en televisión que la apartaron de la causa en la que investigaba a Scapolan. Y también señaló al actual jefe de la bancada de Pro. Todo quedó en la nebulosa y Ritondo nunca dio explicaciones creíbles sobre aquel entramado.
Si hace tres meses a Milei no le entraba una bala, ahora parecen entrarle todas. Algo se rompió entre la sociedad y él. Como sucede en la vida, cuando algo empieza a ir mal, la catarata de maldiciones se precipita. La invulnerabilidad presidencial comenzó a corroerse con el affaire Spagnuolo. Pero el telón de fondo es una economía lastimada, en la que las clases media baja y baja (que se habían encandilado con el león) apenas llegan al día 12 del mes, tal como revelan los focus groups de Guillermo Oliveto, al frente de la consultora W.
Lucas Romero, director de Synopsis, acerca una idea interesante, que ratifica el enojo de gran parte de la sociedad con un outsider que, como demostró en el acto del Movistar Arena, parece haber perdido la conexión con la realidad.
Synopsis elaboró un sondeo inquietante: el 58% rechaza la figura presidencial, mientras que apenas un 36% la aprueba. La taba comienza a darse vuelta y entra a jugar el sesgo de confirmación.
¿Cómo funcionaría este sesgo de confirmación? El director de Synopsis explica que, cuando una parte de la sociedad empieza a experimentar sentimientos negativos hacia el gobierno de turno –como sucedía, por caso, hacia el final del gobierno de Alberto Fernández–, busca confirmar esa creencia. En una palabra, si antes no rendían las malas noticias sobre Milei, hoy los enojados buscan regocijarse con lo que previamente ya creen o sospechan: las miserias de Milei.
Pero ¿qué pasaría si, en este contexto, LLA hiciera una elección mediocre o, aún peor, la perdiera? La Argentina coquetearía con el precipicio, como tantas veces.
Claro que habría que ver cuánto pesa en este ajedrez el salvataje del amigo americano. No hay dudas de que a Milei le juega a favor. Mientras su gobierno tiembla, el Presidente se disfraza de rockstar. Como diría Lali Espósito: tu mayor fantasía es, algún día, ser yo.
Columna LN
¿Francella o Darín? Dos actores en la grieta

- 20 de agosto de 2025
- 00:29
- 4 minutos de lectura
PARA LA NACION
Homo Argentum es un indudable éxito de taquilla, potenciado por la apropiación de los libertarios de lo que interpretaron como un símbolo de la batalla cultural: una crítica despiadada al progresismo, la disonancia del “corazón woke”, como diría el Presidente, y el doble discurso K entre la supuesta defensa de las causas nobles y la corrupción o la mentira agazapadas por debajo de los dichos.
Claro que, en este guion argumental, no hay que perder de vista algo central: los directores del film, Mariano Cohn y Gastón Duprat, abrevan en una militancia cultural antiperonista y crítica de progresismo de doble estándar, como lo demostraron en El hombre de al lado. O, más cabalmente, en El ciudadano ilustre, cuyo protagonista es Oscar Martínez.
En El ciudadano ilustre, por caso, Duprat y Cohn muestran otro costado del “gen” argentino: la envidia que se esconde bajo el logro ajeno. Como si la creencia inconsciente del argento medio susurrara: “lo que él o ella tienen me corresponde”. O “a alguien se lo habrá sacado”. El kirchnerismo, por cierto, trabajó paciente, pero persistentemente, sobre ese resentimiento.
Cabe hacer hincapié en la palabra “interpretación” del film que hicieron los libertarios de las 16 viñetas porque puede haber muchas otras, como en su momento sucedió con El Eternauta, apropiado por el mundo K.
Es que ¿acaso el director “progre”, de doble discurso, de Homo Argentum no se encuentra también en el mundo anti-K? Aunque suene a una linda narrativa de campaña, no existe el mundo de “los argentinos de bien” versus “los argentinos del mal”.
El “mal” y el “bien” suelen convivir en una misma persona y, de hecho, conviven. El “mal” es lo que el psicoanalista Carl Jung llama “sombra”, esas características “negativas” que generalmente tenemos proyectadas en los demás.
Sin embargo, bajo la mirada de los libertarios, la “hipocresía” del gen progre argento, que queda al descubierto en los personajes de Francella, vendría a encontrar su remedio en las formas “genuinas” de Milei.
Lo curioso es que Homo Argentum también es una película políticamente incorrecta, que abreva en el cine italiano de Dino Risi, Mario Monicelli y Ettore Scola. Su formato está inspirado en las viñetas de Los monstruos y Los nuevos monstruos, donde descuellan Vittorio Gassman y Ugo Tognazzi. Sin embargo, la saga de Risi se inserta en un contexto muy distinto: una Italia que pasa de la pobreza a la prosperidad, que a la vez impulsa la emergencia de una nueva burguesía enriquecida que se corrompe. Aquellas viñetas itálicas cuestionan ese clima de época. Pero, en cambio, ¿qué nos deja Homo Argentum? ¿Que somos irremediablemente chantas o ventajeros? ¿O habrá otras mutaciones genéticas de la argentinidad?
¿Francella o Darín? ¿El personaje elige al actor o el actor resuena con el personaje? La pregunta es importante porque el propio Francella, uno de los más queridos actores de la Argentina –igual que Darín–, defendió la película con la idea de que nos identifiquemos.
El problema surge cuando ponemos la lupa en los personajes que eligen Francella y Darín. Diametralmente opuestos en su sensibilidad. Tanto en las viñetas de Homo como en Poné a Francella, Casados con hijos (con el insuperable Pepe Argento) o El encargado, Francella encarna a esa clase media arribista, que se burla de todo el mundo y celebra la ventaja que obtiene, al parecer sin conciencia de su maldad.
En Eliseo, el portero inescrupuloso, va un paso más allá: usa la delación como medio, como otros igualmente innobles, que justifican su fin de adueñarse del edificio. Como afirma un crítico que prefiere no ser identificado: “Francella caricaturiza al ‘garca’ y lo festeja”. Lo burlesco está en casi todos sus personajes. ¿Igual que en el personaje Milei?
Vamos ahora a Darín. En “Bombita” –el personaje que encarna en una de las historias de Relatos salvajes– hay un “gen” argentino muy diferente. “Bombita” no es un violento, sino, aunque desregulado, un hombre que se rebela frente a un sistema corrupto. Dirigido por Juan José Campanella –un no peronista, pero “progre”–, en Luna de Avellaneda, se pone en la piel de Román Maldonado, un antihéroe que se propone el salvataje de un club de barrio. En El hijo de la novia y, más aún, en El secreto de sus ojos, ganadora de un Oscar a la mejor película extranjera, Darín lleva a su personaje a la máxima nobleza y sensibilidad del gen argento. Ese combo también nos pertenece.
¿Darín o Francella? ¿O ambos? Podemos inclinarnos por lo segundo. Un gen argento capaz de lo mejor y de lo peor. De lo luminoso y lo sombrío. Depende del contexto y de qué costado potencie el liderazgo del momento.
Por Laura Di Marco
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