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Un país indescifrable que premia a sus verdugos

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23 de octubre de 2023 15:45

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Laura Di Marco

PARA LA NACION

Había un voto oculto y no era para tapar a Milei. O no solamente. Era para ocultar a Massa. ¿Sorprendente? No tanto: vivimos en la Argentina, un país que ha sido colonizado por el populismo peronista el 75 por ciento del tiempo desde 1946 hasta nuestros días, si exceptuamos las dictaduras y las votaciones con proscripciones. Como diría Loris Zanatta, casi una biografía de la nación que cruza y atraviesa, también, a su oposición.

Es que el populismo no solo es el truco perverso del pan para hoy y hambre para mañana. También, y sobre todo, es una forma de pensar, un método de socialización, una serie de creencias, un modo de ver la vida y el poder y, en el fondo de todo, una religión.

Con el diario del lunes, el silencio ante las encuestas se vuelve razonable. ¿Cómo poner en palabras, y en voz alta, que vas a votar a un ministro-candidato que duplicó la inflación, llevó la pobreza al 40 por ciento, agregó casi dos millones de nuevos pobres en su propia gestión y, por si fuera poco, catapultó el dólar blue hasta perforar la barrera de los 1100 pesos? Indecible, pero votable. Merecemos el récord Guinness de los rotos.

La semana previa a las elecciones, el que mejor anticipó el resultado fue Pepe Mujica, aliado de Cristina. “Para el mundo hay una economía, pero para la Argentina hay otra. Es un país indescifrable. ¿Cómo se explica que un ministro de economía que tiene estos niveles de inflación pelee por la presidencia?, se preguntó. Y él mismo se respondió: “porque ese candidato está respaldado por una mitología que se llama peronismo. Ese animal mitológico existe. No está conforme con él, pero igual lo va a votar”.

En la noche del domingo, Massa logró aglutinar al peronismo permanente junto con el peronismo contingente. Fue el sociólogo Juan Carlos Torre, un clásico en los estudios sobre el tema, quién inventó ambas categorías. El peronismo permanente son los sindicatos, los intendentes, los punteros, los gobernadores: en una palabra, el peronismo de Perón, mientras que el peronismo contingente son las encarnaciones coyunturales. Massa se está proponiendo para una nueva. Y no le va mal.

Es ese animal mitológico, incrustado en el inconsciente colectivo, que explica, en parte, el triunfo de Axel Kicillof en una provincia donde el 60 por ciento de sus habitantes carece de cloacas. O la rotunda victoria del candidato del bandido Insaurralde, en Lomas de Zamora, Federico Otermín, después del escándalo del yate y la modelo.

Ese triunfo es más extraño aún teniendo en cuenta que, entre las elecciones del 2021 y las últimas primarias, el aparato del PJ había perdido un 36 por ciento de su caudal electoral. Se olía una rotunda derrota, pero no. Insaurralde, ese opaco aliado de los barones del juego, se debe estar preguntando, por estas horas, por qué se tuvo que esconder como un prófugo en una casa prestada de Banfield. Apenas lo investigan por lavar 100 millones de dólares. Con los resultados en la mano está visto que fue una amargura inútil.

Al vigilador de mi edificio, habitante del Quilmes profundo, no le interesa la política: solo vota a Massa. ¿Sabés cuánto cuestan cinco cajitas de chocolate orgánico en el negocio de al lado?, lo tanteé. ¿Dos mil pesos?, amagó. Catorce mil, retruqué, a la espera de su cara de espanto. El hizo una actuación divertida de que le daba un ataque al corazón. ¿Igual lo vas a votar a Massa?, azucé. Y claro, se indignó: ¡para que no siga pasando esto! ¡Pero si Massa es el ministro de Economía!, contraataqué, pensando en el jaque mate. Pero él simplemente se encogió de hombros y remató: ¿no viste que si gana Bullrich mi boleto del bondi se va a 700 pesos? Un día le pregunté por Santilli. No sabía quién era.

La campaña del terror, desplegada en trenes y subtes en la semana previa a la elección, fue un golpe maestro de la manipulación y la mentira, que llegó fácilmente a, por lo menos, 10 millones de usuarios. “Un genio del mal, que logró infiltrar tanto a Juntos por el Cambio como a los libertarios de Milei. Me saco el sombrero”, ironiza, en privado, Mauricio Macri sobre Massa, a quien apodó, con acierto, “ventajita”.

Ventaja, ventajita.

Pero es que tampoco se trata de Massa sino, como decía Mujica, de una fenomenal maquinaria de poder con una potente narrativa, que logró aterrorizar a millones de usuarios de trenes y colectivos convenciéndolos de que, si votaban a Bullrich o a Milei, su boleo pasaría de 56 pesos a 700 o a 1100, en el caso de los trenes. Una campaña más efectiva, corta y barata, incluso, que el plan platita.

Claro que el subsidio a trenes y subtes alguien lo paga. Y lo pagan con inflación, sobre todo, los más pobres. En el caso de los trenes el déficit es de US$3,5 millones. Pan para hoy y hambre para mañana. Lo hemos visto cientos de veces y, sin embargo, gran parte de la sociedad argentina vuelve a caer en la trampa tendida por el animal mitológico.

Entra en su juego perverso una vez, dos, tres, como si no tuviera defensas o capacidad de aprendizaje del pasado. Si algo quedó demostrado el último domingo es que las elecciones en la Argentina no se ganan con hechos sino con narrativas. La sensata narrativa de la austeridad y el ajuste terminó hundiendo a Patricia.

Massa engendró y alimentó al cuco Milei y, luego, fue a elecciones proponiéndose como el salvador de ese mismo cuco: parte de la Argentina le creyó. Habilidad sin límites.

Massa, el argento típico. La historia del domingo es, también, la de aquel muchacho de 26 años, vocero de Palito Ortega, que a fines de los noventa picoteaba sobre la cabeza del caudillo Eduardo Duhalde con su ambición de ser intendente del Tigre. De aquella postal, arriba de un tren de campaña de Ushuaia a La Quiaca, a este hombre de 51 años con chances reales de ser presidente, en un país al borde del precipicio.

Primero se encargó de correr de la cancha a uno de sus mejores amigos y, a la vez, adversario: Horacio Rodríguez Larreta. Un abrazo del oso que logró enredar tanto al pobre Larreta que, del político mejor ponderado de la Argentina durante años, pasó a ser visto como un “tibio” y sospechado de alianzas non sanctas con el massismo. Logró, incluso, enturbiar su discurso moderado, el del 70%, del que luego el propio Massa terminó apropiándose la noche de su triunfo. Con el aditamento de los propios errores de Juntos por el Cambio, en las PASO logró dejarlo fuera del juego. Habilidad sin límites.

Algo es seguro: gane o pierda el ballotage, el peronismo ya tiene un nuevo jefe. El domingo por la noche nació la encarnación “ventajita”.

Laura Di Marco

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Karina, Victoria y la Selección. Populismo periodístico

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El problema del populismo es que es contagioso. Impregna a sectores de la oposición, del periodismo y de nuestra vida cotidiana porque no se trata solo de un sistema político sino, también, de una forma de socialización. Todos hemos sido socializados bajo ese mantra y su sistema de creencias. Como diría el italiano Loris Zanatta: la cultura populista que nos coloniza desde hace casi 80 años o más –depende desde dónde se arranque a contar– forma parte de la biografía de la nación y salpica para todos lados.

El nacionalismo berreta, de bajas calorías, es un insumo básico de la cultura populista y el fútbol su vehículo estrella. Intocable, además, en un país que es potencia futbolera y que exporta sus talentos al mundo. Para un país roto en su autoestima, la selección argentina es uno de los pocos motivos de orgullo para exhibir ante el mundo. Sus triunfos son reparatorios y compensatorios para tantas frustraciones económicas. Por eso, la fibra que toca es delicada, irracional. Casi religiosa.

Fue precisamente esa fibra la que manipularon con éxito los militares y, luego, el kirchnerismo, que elevó prácticamente a santo la polémica figura de Maradona. Ahora le toca el turno al mileísmo. Tanto, que llegó a echar a un funcionario por condenar la discriminación contenida en un canto homofóbico, racista y xenófobo. Un amplio sector del periodismo criticó a Julio Garro, el funcionario echado e, incluso, a la vicepresidenta Victoria Villarruel, que llegó a festejar los estribillos emitidos por Enzo Fernández con un tuit en el que, de paso, agredió gratuitamente a Francia. “Yo te banco, Enzo”, escribió. Lo paradójico es que el propio Enzo ya se había disculpado.

Sin embargo, muy pocos periodistas se atrevieron a criticar el contenido del mensaje y, muchos menos, a sus emisores: nuestros jugadores. Un sector más ínfimo aún se permitió avalar un pedido de disculpas de Messi, como líder de la selección –Dios no lo permita, como dirían las abuelas– o, quizá más pertinente, un comunicado de disculpas de la AFA. Al margen, la que sí podría pronunciarse críticamente sobre el contenido del “canto de cancha”, como minimizó Villarruel, es la FIFA.

¿Y por qué parte del periodismo fue tan indulgente con nuestra selección? Por pánico a la reacción de sus audiencias; por temor a navegar a contracorriente. Populismo periodístico, digámoslo así. El sesgo de confirmación mete miedo a criticar cualquier cosa que tu público ame. Nadie está exento.

De ese 57% de apoyo popular que tiene el Presidente, según las encuestas, la mayoría celebró gustosa el tuit populista de la vicepresidenta y reprobó fuerte el pedido de disculpas de Karina Milei, cuando el último jueves tuvo que acudir de urgencia al palacio Ortiz Basualdo a explicarle al embajador Romain Nadal que lo de Villarruel había sido una “iniciativa personal”. Una movida lógica: sin disculpas oficiales, el viaje de Milei a Francia para la inauguración de los Juegos Olímpicos corría peligro.

El último martes, una cordial reunión en la embajada de Francia entre el ministro Luis Caputo y empresarios de ese país pareció empezar a sanar la herida abierta por Victoria. Nota al pie: el círculo rojo quedó horrorizado con el mensaje violento de la vice, que pareció por un momento más movida por su base de votantes que por su evidente proyecto de poder a largo plazo. “Nos parecía que los imprevisibles eran los Milei, pero esta vez quedaron invertidos los roles”, comentó, sorprendido, un hombre de negocios que participó de la reunión con Caputo.

Pero lo interesante fueron las excusas para justificar lo injustificable. Una: es solo un canto de cancha. ¿Puede separarse la cancha de la vida? Los cantos de cancha son los que aprenden los chicos, cuyos padres luego se quejan o, peor aún, son víctimas de la violencia en las escuelas. Dos: no nos van a imponer criterios racistas europeos. Nosotros no somos racistas. Falso. Un reciente estudio de la UBA reveló que uno de los grupos que reciben los mayores niveles de prejuicio son los inmigrantes latinoamericanos, que viven en villas o barrios populares. Y la frutilla del postre: Messi fue destratado en Francia cuando jugaba para el PSG y también lo fueron los argentinos, de lo que se desprende que la selección francesa “merecía” el cántico. Tal vez porque usaba la pollerita demasiado corta.

Un tuitero libertario, enfurecido con Karina Milei, escribió: nosotros no nos arrodillamos y no pedimos disculpas. Traducción: para el argento populista disculparse no es sinónimo de fortaleza sino de humillación.

Claro que, si queremos ir hacia un país más serio y respetado, con reglas claras, convendría revisar lo que pensamos y por qué lo pensamos. Salir del pozo tal vez implique un completo reseteo cultural. Porque son estas creencias, y no otras, las que nos trajeron hasta aquí.

Laura Di Marco

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Los casos Brieger, Rakauskas y Alice Munro: la lenta agonía del “no te metás”

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Alice Munro, rozada por una denuncia que conmueve al mundo literario
Alice Munro, rozada por una denuncia que conmueve al mundo literario.

Un atardecer del 21 de abril de 2003, la adolescente Lucila Yaconis, hija de Isabel –una de las Madre del Dolor– moría asesinada intentando evitar un ataque sexual. Sucedió en un cruce de las vías del ferrocarril Mitre. Más de veinte años después, el crimen aún sigue impune. Pero tal vez lo más espeluznante de aquel asesinato es que dos personas podrían haberlo evitado, aunque eligieron no meterse en lo que consideraron un “tema personal”.

Uno de los que podrían haberle salvado la vida a Lucila era un técnico de ascensores, cuya oficina quedaba justo sobre el terraplén del ferrocarril. El hombre escuchó los gritos de una chica en la oscuridad y, al salir, vio una pareja que se revolcaba sobre la tierra, como si estuvieran peleando: eran Lucila y su agresor. “¿Qué pasa, che, qué son esos gritos?”, preguntó. “Tranquilo, jefe, no pasa nada Estoy con mi novia”, le contestó el asesino. La contraseña cultural tranquilizó al técnico, que siguió con su trabajo.

El mantra del “no te metás” (hablamos del “no te metás” para denunciar o impedir un delito) es una de las marcas culturales identitarias del argento: recordemos que el “argento” es la versión degradada o menos evolucionada del argentino.

¿Y cuál sería la novedad, entonces? Que esa creencia con la que fuimos socializados parece estar en retirada, en sintonía con un clima cultural global de destapar lo silenciado. El “no te metás” alcanzó su pico más corrosivo durante la dictadura, cuando muchos eligieron mirar para el costado cuando el terrorismo de Estado secuestraba ciudadanos argentinos, por fuera de todo marco legal.

La avalancha de denuncias públicas de acoso, encubrimiento, violaciones o abuso sexual contra políticos intocables o escritores y académicos famosos, blindados por su prestigio, son indicadores de que la opaca creencia del “no te metás” empieza a entrar en crisis.

¿Serán las nuevas generaciones, que parecen más sanas y transparentes? ¿Serán las redes sociales, que multiplican al infinito lo silenciado? ¿Será el principio de revelación del que habla Milei? ¿Será el efecto pandemia? Lo cierto es que ahora descubrimos que se puede ser venerado por las elites y también abusador. O supuesto acosador, como el caso de Pedro Brieger, denunciado por 19 mujeres y expuesto por una presentación colectiva de Periodistas Argentinas.

Fue un hombre valiente, el periodista Alejandro Alfie, el que decidió meterse y darle crédito a la denuncia de una de sus víctimas, a pesar de las amenazas de juicio por parte de Brieger. Decidió seguir adelante y publicar su denuncia en X. Un signo de los nuevos tiempos. A partir de la determinación de Alfie, muchas otras víctimas perdieron el miedo y se animaron también a hablar. Eso sí: gran parte del mundillo académico y mediático conocía las conductas inapropiadas que habría tenido Brieger con mujeres, durante al menos treinta años. Pero nadie habló. Un sonoro silencio que dice mucho.

Días atrás la Justicia confirmó el procesamiento del intendente de La Matanza, Fernando Espinoza, acusado de abusar sexualmente de su exsecretaria, Melody Rakauskas. “No me mataron de casualidad”, revela hoy la presunta víctima del poderoso barón del conurbano. Y sigue: “Todavía me pregunto cómo sigo viva, me costó mucho llegar a este punto. Esto no se remonta solo al día del abuso, hay agravantes, a mí me atacaron en más de una oportunidad, he llegado a estar en terapia intensiva, me han perseguido fuerzas de seguridad y me han chocado el auto, me pasaron un montón de cosas”. Tuvo que venir un cambio de gobierno para que Melody pudiera ser escuchada finalmente por la Justicia, a menudo dependiente de las señales del poder político.

Rakauskas vivió años prácticamente recluida. Nadie le creía. Espinoza fue políticamente blindado y protegido por el peronismo y su encarnación K. Pasa en las mejores familias, como en la de la premio Nobel de Literatura, Alice Munro. Salvando las distancias, claro.

La fuerte revelación de una de las hijas de la prestigiosa escritora, Andrea Robin Skinner, generó un cataclismo cultural en Canadá. El último domingo, en una columna publicada en el diario canadiense Toronto Star, denunció que había sido abusada por el segundo marido de Munro, Gerald Fremlin, desde que tenía apenas nueve años hasta su adolescencia. Y dijo más: que su madre, conociendo la situación, simplemente le dijo: “Hablaste demasiado tarde”. Peor aún: Munro eligió proteger al abusador hasta su muerte, en contra de su propia hija.

Para quienes supongan que se trata de casos aislados, les digo que no: la Justicia criolla acumula muchas denuncias de madres que, primero acuden a los tribunales para denunciar al padrastro o, incluso, al padre biológico abusador, pero que luego se retractan. Retiran la denuncia inicial para, como Munro, proteger a su pareja.

El caso de Andrea Robin Skinner, que solo pudo denunciar públicamente diez años más tarde de la muerte de su madre, recuerda las revelaciones de la hija adoptada de Woody Allen, Dylan Farrow, cuando escribió una extensa columna en The New York Times revelando que había sido abusada sexualmente por el cineasta cuando tenía 7 años, en el ático de la casa que compartían con Mia Farrow. Allen nunca fue arrestado, pero el relato de Dylan arruinó gran parte de su prestigio.

El 2021, la escritora y editora Vanessa Springora, con su libro El consentimiento, generó otro cataclismo cultural, esta vez en Francia. Con apenas trece años y una situación de vulnerabilidad familiar, Springora había conocido al escritor Gabriel Matzneff, una celebridad de la época. Treinta y seis años mayor que ella. Ambos empiezan una “relación”. Matzneff formaba parte de la élite cultural francesa y sus aventuras con menores de 16 años eran festejadas en los programas de televisión. Hoy padece una condena social y sus libros fueron retirados de la venta.

Aún hoy, en algunos círculos, se considera “temas personales” lo que definitivamente son temas políticos porque atañen a las relaciones de poder entre las personas: es obvio que cuando, dentro de una empresa, familia o sociedad, alguien tiene una posición de superioridad –porque es una “vaca sagrada” venerada, por ejemplo, como sucedió con la reciente denuncia contra la escritora Alice Munro, que protegió a su marido abusador– hay una obvia disparidad de poder que mete miedo a la víctima. Y la paraliza en su denuncia.

Vayamos a un tema “menor”: el bullying hacia un empleado, que se toma de punto, por parte de un jefe o una jefa: El acoso moral en el trabajo es un extraordinario ensayo de la psiquiatra Marie-France Hirigoyen, que expone esta dinámica de silencio o de indiferencia de los compañeros de la víctima acosada. No se meten, aunque presencian el daño. Callan por miedo a ser ellos los acosados o los echados. O, peor aún: se alían con el depredador.

La Argentina parece moverse hacia un momento de mayor verdad, en sintonía con el mundo occidental. Lo que antes era mudo hoy tiene palabras. Lo que hace veinte o treinta años era naturalizado hoy podría ser un delito. O una atrocidad. Las nuevas generaciones ya no lo toleran, como no toleran los privilegios de la casta. Cualquier casta. Tarde o temprano, la taba se da vuelta. Y, sí, hay mucha gente nerviosa.

Laura Di Marco

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El caso Loan. Durmiendo con el enemigo

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27 de junio de 2024

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Laura Di Marco

PARA LA NACION

Una noche de noviembre de 2021, un niño de cinco años –la misma edad que Loan– era asesinado en su propia casa a manos de dos mujeres: la madre y su pareja. El resultado de aquel horror fue la ley Lucio, que vino a iluminar y a reparar un asunto indigerible: la violencia contra los chicos, perpetrada por quienes deberían cuidarlos y amarlos. Lucio Dupuy fue asesinado porque el Estado le falló. Nadie lo vio realmente. Ni el sistema médico ni el judicial.

Otro noviembre, pero de 2017, fallecía otra nena de 12 años esperando un corazón sano que jamás llegó a tiempo. El drama de la familia Lo Cane alumbró la ley Justina, que amplió la conciencia sobre la importancia de donar órganos, pero sobre todo cambió paradigmas y esquemas mentales.

En los 90, el caso del soldado Carrasco terminó con el servicio militar. En los 80, el asesinato de Alicia Muñiz, perpetrado por un boxeador idolatrado, allanó el camino para acuñar el término “femicidio” (hasta entonces solo se hablaba de “crimen pasional”) y habilitó el debate sobre la violencia de género. Incluso, el horror de la dictadura terminó generando un nuevo consenso democrático, que se inauguró en 1983 y que, con sus vaivenes, en líneas generales se cumplió: nunca más a la violencia política.

Casos atravesados por un denominador común: el dolor familiar y social. Un dolor de tal hondura que es capaz de penetrar en las zonas más opacas y falladas de una sociedad, de un Estado, y de generar una enorme conmoción. Una conmoción que irrumpe sin permiso y desnuda “eso” que se niega.

Pero ¿es necesario atravesar noches tan oscuras para evolucionar, poner sobre la mesa lo que antes permanecía oculto o para despertar lo dormido? Tirar del hilo de esa pregunta resulta inquietante.

Y ahora, con Loan, ¿qué nos está mostrando la desaparición de este niño pequeño, que nos hiere el alma, que pudo haber sido vendido a una red internacional de trata mientras almorzaba con su propia familia? Toda la trama del caso Loan y sus personajes configuran una pequeña Argentina.

El intendente de Nueve de Julio, Hugo Ynsaurralde, que un día alerta sobre mafias en su propio territorio y al siguiente se desdice. Y que, cuando lo entrevistan en TV, parece un padre común, un movilero. Hablemos del comisario del pueblo, Walter Maciel, hoy preso. Maciel está acusado de liberar la zona y de plantar pruebas. La Justicia ahora también descubrió que el comisario, que convivía con el intendente en el mismo territorio, tenía una denuncia previa por abuso sexual.

Ynsaurralde –cuyo apellido, aunque sea con “y”, convengamos en que no lo ayuda– también ignoraba, aparentemente, que había nombrado a una funcionaria, María Victoria Caillava, que ahora está presa y sospechada de haber vendido al nene junto con su pareja. La Argentina tiene fronteras porosas. No se trata solo de las “manos porosas” de los políticos, como dice Milei.

El drama de Loan nos muestra, con toda crudeza, que el delito de la trata está instalado, es común e incluso está naturalizado en las áreas fronterizas de la Argentina profunda. Desde el 13 de junio, día de la desaparición, los cronistas televisivos enviados por los canales nacionales de noticias recogieron decenas de testimonios de secuestros de chicos, donde siempre está involucrado el poder local. Definitivamente, no hay trata –ni narco– sin complicidad de la política, la Justicia y la policía.

La última semana, un canal de TV entrevistó a Alicia Enríquez, de 48 años, oriunda de la localidad correntina de Santa Rosa, a 180 km de la capital. Portaba un cartel: “Busco a mi hija desde hace 32 años”. Según su testimonio, Alicia quedó embarazada a los 16 años y su padre, involucrado en la política local, la “entregó” a una funcionaria municipal. Una vez que dio a luz, la funcionaria habría vendido a su bebé.

El caso Loan también le puso un foco al lado más siniestro de las “adopciones truchas”, como revela la hermana Marta Pelloni, coordinadora de la red Infancia Robada. La denuncia de Alicia aún duerme el sueño de los justos. O el sueño de lo injusto.

El policial de Corrientes nos estremece porque desromantiza la idea de la familia Ingalls y desmiente las imágenes edulcoradas que se muestran en Instagram. Según los especialistas, esas postales de la felicidad familiar perfecta –y que, en algunos casos, esconden realidades mucho más duras– son fuente de depresión para quienes viven en entornos tóxicos. Mucho más comunes de lo que nos gustaría creer. Para algunos, la vida dentro de sus propias familias puede ser más peligrosa que caminar de madrugada solo por la zona más caliente del conurbano.

Como si el caso hubiera sido escrito por un maestro de la intriga, en la familia de Loan todos parecen sospechosos. Cualquiera podría ser. Y todos se acusan entre sí. La abuela Catalina desconfía de su yerno y hasta de su propia nuera. Y la madre del niño, apunta hacia su familia política. De hecho, madre y padre contrataron abogados diferentes.

Estremece la foto icónica del almuerzo en el paraje El Algarrobal con 14 comensales en la casa de la abuela Catalina. Frágil, desprotegido, pequeñito, Loan aparece rodeado por cinco sospechosos, que hoy están detenidos. En las pequeñas Argentinas de cada día, dormir con el enemigo es cosa frecuente.

Laura Di Marco

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